El 14 de marzo de 1932, Federico Boehringer -panadero formado en Alemania- abrió su propia panadería en Resistencia junto con su esposa. Comenzaron en la esquina de San Lorenzo y Obligado, en la misma casa donde vivían. Allí nació La Espiga de Oro, que luego se mudó sobre la avenida San Martín al 274.

Uno de sus sellos inconfundibles fue el horno de leña, que nunca dejó de usarse en más de nueve décadas. “Fue el alma realmente de la panadería”, resumió Diana Boehringer, nieta del fundador, en diálogo con NORTE. “Únicamente se apagaba cuando se cerraba por vacaciones, porque costaba muchísimo recuperar la temperatura”, sostuvo.
Ese mismo horno fue testigo del trabajo diario de tres generaciones y del sabor inconfundible de los productos cocinados directamente sobre ladrillos refractarios.
PAN, CALIDAD Y CERCANÍA
La receta del éxito fue simple y constante: calidad de materia prima, cocción tradicional y un trato humano con cada cliente. “Jamás pusimos conservantes. Usábamos frutas de verdad, esencias naturales, harina de primera calidad. Eso tiene un costo, pero también un valor”, señala Diana.
El pan de viena era un caballito de batalla. Le seguían los anisados, el pan francés, el miñón, y los “borrachitos”, clásicos del invierno hechos con vino moscato. Cada producto tenía detrás una historia, una técnica que se respetó a lo largo del tiempo.
“La Espiga de Oro era una panadería de barrio, con una relación muy cercana con los clientes. Se fue perdiendo con el crecimiento de la ciudad y la apertura de tantas panaderías nuevas. Pero antes venían abuelos, hijos y nietos. Todos compartían el ritual del pan caliente”, menciona Diana, que dejó de lado su carrera como arquitecta para continuar el legado familiar.
SE APAGÓ EL HORNO
El cierre definitivo afectó a diez empleados que trabajaban en blanco, muchos con más de 30 años en el local. La relación con los trabajadores fue siempre próxima , y la pandemia sumó momentos difíciles. “Tuvimos que cerrar un mes porque se infectaron varios empleados, y fue durísimo porque perdimos a uno”, recordó Diana. Después de eso ya nada fue igual.
El jueves pasado fue el último día de atención al público. El viernes, los empleados se enteraron del cierre mediante una carta documento. “Esperamos a cada uno durante la madrugada para poder darles la noticia. Fue como un duelo”, manifestó Diana.

El negocio no entró en quiebra. Cada empleado recibirá su indemnización, y la última tanda de pan fue donada a comedores barriales a través de la comisión vecinal.
“Después de cerrar, me agarró una nostalgia instantánea por no sentir más los ruidos ni el aroma del pan caliente”, confesó la nieta de Boehringer.
Con Diana se cierra la historia de La Espiga de Oro. “Mi abuelo era panadero, mi padre era veterinario pero dejó todo por este negocio, y yo soy arquitecta, pero también dejé mi profesión. No fue un sacrificio: es parte de mi ADN”, resume.
La pandemia, la caída de las ventas y la competencia desleal con franquicias fueron golpeando las finanzas del local. En los últimos meses, las pérdidas mensuales rondaban los 10 millones de pesos. “La gente busca precio. Y aunque muchos eran clientes fieles, compraban menos”, relató Diana.